Esa noche Matsui subió al escenario como si nada hubiera ocurrido. En el palco el Emperador del Mundo, Childeruco, ya muestra un semblante alterado por la tardanza. A su lado, Newton, frío, como ausente y parco. Matsui sube y se inclina. Muñoz la observa desde un costado, mezclado con los gorilas que la resguardan. Doyle, inquieto, se pregunta por su amigo. Decide concentrarse en el concierto que ya comienza.
—La manzana de la discordia, amigo —dijo Doyle, mientras maniobraba la inmensa nave que le había asignado el imperio para sus operaciones.
El detective se arrancó de sus recuerdos, de aquella noche donde había rescatado a la bella Matsui. “No me matará, verdad”, le había preguntado con una voz de ángel. “Estoy para protegerte”, le había respondido mientras le ofrecía la mano. Doyle volvió a repetir la frase y al fin logró que Muñoz volviera su conciencia al momento presente. El motor de aquella nave era imperceptible, pero no dejaba de resultar extrañísima esa sensación de suavidad. “Andas en el espionaje, viejo amigo, ten cuidado, el hombre es lobo del hombre”, pensó Muñoz cuando subió a aquel armatoste.
—¿Estabas pensando? Perdón, querido detective —pronunció el Sir, después de un silencio.
—No, no lo estoy, al menos no medito sobre cosas profundas. Sólo que la luna es un lugar hostil…
—Por eso, manzana de la discordia.
Doyle se mece la barbilla, como si calculara el impacto de sus próximas palabras. Muñoz ahora mira la carta del tarot con la misteriosa luna estampada.
—No sé si sabías…
—La disputa, la guerra de las máquinas, sí lo sé, fue un proyecto famoso de tu Childeruco demente.
—Formó parte de su reinado, pero no quiere decir que simpatice con sus locuras…
—Pero se adivina, ¡vamos! —dice Muñoz, mientras se recarga en su asiento de piel y observa detenidamente la carta, como si fuera a encontrar un mensaje oculto.
—En fin —concluyó Doyle, mientras exhalaba un suspiro breve—. Te contaba que la mal llamada “Guerra de las Máquinas” fue un puro efugio… Si recuerdas, nuestro Emperador…
—Tu Emperador.
—Sí, eso, amigo. Childeruco mandó construir robots para fines militares y de seguridad mundial, y decretó que se crearan y almacenaran en el lado oscuro de la Luna.
—Bien dicho, uso militar. Esos robots fueron creados para reprimir a cualquier opositor de Childeruco —aclaró Muñoz, con tono de sorna—. ¿Recuerdas? Muertos y más muertos acribillados en las rebeliones de París, Londres, Berlín, Nueva York, Tokio, Beijing. Esas máquinas infernales, dirigidas por un robot madre, igualmente demente.
—Pero fue un error. Los robots cobraron conciencia de que eran más poderosos y amenazaron a Childeruco. El Emperador tuvo que darles vía libre para que pudieran organizarse en la luna.
—Doyle, algún día vendrán por nosotros, lo sabes bien. Preparan algo y eso no será bueno —advirtió Muñoz, monótonamente.
—Puede ser. Intuyo que quien robó el Dypilon fue una máquina de esas, pero es raro, porque los robots nunca se han interesado por el arte.
—Tal vez hasta hayan descubierto el existencialismo.
—De cualquier modo, Matsui, a quien Childeruco profesa un extraño respeto, fue nombrada embajadora de la luna y es lugar neutral, al menos la zona de templos, que es el lado claro, el que nosotros vemos.
—¿Tú crees que la máquina central sea la responsable de todo este acertijo? ¿Qué me dices del hombre que me dio esta baraja, y de la baraja que encontramos en el museo?
—Por eso te digo, mi querido detective, que me cuesta trabajo culpar a un robot del hurto del Dypilon.
Muñoz frunce el ceño debajo de la máscara. Siente un escozor interno al imaginar que la máquina central aún no ha sido desmantelada.
—Dijeron que la habían destruido. Esa era una de las condiciones para que el reinado de Childeruco cediera el lado oscuro de la luna a las máquinas —explica Doyle, como adivinando las meditaciones de nuestro detective.
—Puede ser, Sir.
—Y por cierto, viejo detective: “La máquina es lobo del hombre” —sentenció.
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