08. The Machines

Esa noche Matsui subió al escenario como si nada hubiera ocurrido. En el palco el Emperador del Mundo, Childeruco, ya muestra un semblante alterado por la tardanza. A su lado, Newton, frío, como ausente y parco. Matsui sube y se inclina. Muñoz la observa desde un costado, mezclado con los gorilas que la resguardan. Doyle, inquieto, se pregunta por su amigo. Decide concentrarse en el concierto que ya comienza.

—La manzana de la discordia, amigo —dijo Doyle, mientras maniobraba la inmensa nave que le había asignado el imperio para sus operaciones.

El detective se arrancó de sus recuerdos, de aquella noche donde había rescatado a la bella Matsui. “No me matará, verdad”, le había preguntado con una voz de ángel. “Estoy para protegerte”, le había respondido mientras le ofrecía la mano. Doyle volvió a repetir la frase y al fin logró que Muñoz volviera su conciencia al momento presente. El motor de aquella nave era imperceptible, pero no dejaba de resultar extrañísima esa sensación de suavidad. “Andas en el espionaje, viejo amigo, ten cuidado, el hombre es lobo del hombre”, pensó Muñoz cuando subió a aquel armatoste.

—¿Estabas pensando? Perdón, querido detective —pronunció el Sir, después de un silencio.

—No, no lo estoy, al menos no medito sobre cosas profundas. Sólo que la luna es un lugar hostil…

—Por eso, manzana de la discordia.

Doyle se mece la barbilla, como si calculara el impacto de sus próximas palabras. Muñoz ahora mira la carta del tarot con la misteriosa luna estampada.

—No sé si sabías…

—La disputa, la guerra de las máquinas, sí lo sé, fue un proyecto famoso de tu Childeruco demente.

—Formó parte de su reinado, pero no quiere decir que simpatice con sus locuras…

—Pero se adivina, ¡vamos! —dice Muñoz, mientras se recarga en su asiento de piel y observa detenidamente la carta, como si fuera a encontrar un mensaje oculto.

—En fin —concluyó Doyle, mientras exhalaba un suspiro breve—. Te contaba que la mal llamada “Guerra de las Máquinas” fue un puro efugio… Si recuerdas, nuestro Emperador…

—Tu Emperador.

—Sí, eso, amigo. Childeruco mandó construir robots para fines militares y de seguridad mundial, y decretó que se crearan y almacenaran en el lado oscuro de la Luna.

—Bien dicho, uso militar. Esos robots fueron creados para reprimir a cualquier opositor de Childeruco —aclaró Muñoz, con tono de sorna—. ¿Recuerdas? Muertos y más muertos acribillados en las rebeliones de París, Londres, Berlín, Nueva York, Tokio, Beijing. Esas máquinas infernales, dirigidas por un robot madre, igualmente demente.

—Pero fue un error. Los robots cobraron conciencia de que eran más poderosos y amenazaron a Childeruco. El Emperador tuvo que darles vía libre para que pudieran organizarse en la luna.

—Doyle, algún día vendrán por nosotros, lo sabes bien. Preparan algo y eso no será bueno —advirtió Muñoz, monótonamente.

—Puede ser. Intuyo que quien robó el Dypilon fue una máquina de esas, pero es raro, porque los robots nunca se han interesado por el arte.

—Tal vez hasta hayan descubierto el existencialismo.

—De cualquier modo, Matsui, a quien Childeruco profesa un extraño respeto, fue nombrada embajadora de la luna y es lugar neutral, al menos la zona de templos, que es el lado claro, el que nosotros vemos.

—¿Tú crees que la máquina central sea la responsable de todo este acertijo? ¿Qué me dices del hombre que me dio esta baraja, y de la baraja que encontramos en el museo?

—Por eso te digo, mi querido detective, que me cuesta trabajo culpar a un robot del hurto del Dypilon.

Muñoz frunce el ceño debajo de la máscara. Siente un escozor interno al imaginar que la máquina central aún no ha sido desmantelada.

—Dijeron que la habían destruido. Esa era una de las condiciones para que el reinado de Childeruco cediera el lado oscuro de la luna a las máquinas —explica Doyle, como adivinando las meditaciones de nuestro detective.

—Puede ser, Sir.

—Y por cierto, viejo detective: “La máquina es lobo del hombre” —sentenció.

Posted at en 23:11 on viernes, 30 de noviembre de 2007 by Publicado por Gametech | 0 comentarios | Filed under:

07. El arcángel de los hielos


Río Hudson, Nueva York, tiempo presente

Hundió la mano en la orilla. Sentía el frío del invierno, pero también presentía las aguas cálidas del amazonas; podía palpar la piel escamosa del cardumen; la turbulencia de las aguas dejadas atrás por las ballenas. Nadie puede ver a la figura extraña que está inclinada entre las peñas. Las nieblas de pronto se han elevado alrededor de la ciudad.

La silueta parece descansar. De pronto si uno mirara de lejos tendría la sensación de que la sombra, apenas recortada entre las brumas, es parte de un cuadro paisajista. Viendo bien, el tiempo y el espacio parecerían detenidos. Pero el humo flota lentamente, se eleva o gira entorno a la presencia que aún sigue entre las rocas.

Es claro que busca algo. Nadie en su sano juicio permanecería con la mano sumergida, en el frío de la madrugada. Aunque lo último que uno pensaría sería eso; más bien tendríamos que reflexionar en que la espalda de aquello asemeja un peñasco, como si fuera la curva vertebral de un atlante. Por si fuera poco, en esta escena que pareciera on mute, si el testigo hiciera el esfuerzo por escuchar y discernir los sonidos podría encontrar más indicios.

Aunque el ruido de las marejadas se van incrementando. Podría ser que la turbulencia del río incrementa en relación al tiempo que permanece sumergida la mano de la efigie. Cómo saberlo. Pero si se discriminan sonidos, tal vez podamos distinguir que la presencia respira con tal fuerza que parece una bestia. Nada humano podría exhalar aire con tanta ferocidad. Por eso se puede dudar de que esa cosa produzca este sonido casi de fuelle de ballena. Aunque su ritmo constante lo delata.

Pero yo, que narro dicha historia, sé que sí es un ser viviente, aunque si este juicio implica que sea mortal dudaría en llamarlo así. Mejor dicho: es algo animado, un ser. El tacto recoge las temperaturas de todos los mares del planeta. También registra las criaturas que hay en él. Va separando las percepciones, las innúmeras, desde las cualidades de un simple átomo de sal hasta la misma estructura ósea de una foca o un tiburón. A estas alturas podemos decir que está buscando algo. Por lo mismo, la criatura se dice a sí misma:

—¿Dónde te encuentras?

El río, alborotado, comienza a sacudirse con más violencia. Él recibe nítidamente la temperatura de los hielos del Polo Norte. Separa la textura de los átomos con avidez. Ensaya extender su tacto hasta las profundidades del agua congelada. Presiente que ha encontrado lo que busca. A pesar de llevar varios minutos en esa posición, los segundos avanzan en cámara lenta. De pronto, en lo más negro de los pentanos árticos, reconoce su hallazgo.

—Justo en el sitio adecuado.

Se incorpora. Sí, ahora es seguro sacar conjeturas. Más de dos metros de altura y una corpulencia dinosáurica. Camina lentamente por la vereda. El agua ha vuelto a mecerse como si un viento sedoso acariciara la superficie. La niebla se disipa, se abre. La cabeza de la aparición se diluye como pintura en aguarrás. Aunque si los testigos, que no hay, voltearan al cielo gris podrían verlo emprender el vuelo como un meteoro invertido.

Posted at en 22:52 on miércoles, 21 de noviembre de 2007 by Publicado por Gametech | 0 comentarios | Filed under:

06. Claroscuro en concierto

Keiko Matsui cumple apenas sus 18 años. Se prepara en su camerino para ejecutar en el escenario más importante del mundo, ante un público exigente y conocedor; pero que sin duda la ama, la ha aclamado, como si fuera una diosa esotérica de la Grecia arcaica. La nueva Safo, la inquebrantable Artemisa. Aun tiene nervios, y miedo. Presiente que los cuervos llegarán a ese lugar, entrarán y la atacarán. Pero sabe que nunca ha pasado esto. Intenta que sus traumas infantiles se vayan. Cuando hace cantar al piano, debajo de sus ojos cerrados se concentra en la luna, en el resplandor plateado. Respira profundo y dobla sus dedos, meditabunda.

El teatro del centro de Londres está desbordante. Se espera que aparezca en cualquier momento el insigne Childeruco IV, el flamante emperador de la monarquía mundial. Sus detractores le apodan “El Estúpido”. El rey no sabe o ignora que así lo llaman sus enemigos. No se espanta. Muchos también le recriminan su falta de emociones humanas, su decidida incompetencia. La huida de su hijo se ha visto como prueba irrefutable de su inutilidad y de su falta de habilidad para solventar sus problemas.

Sir Arthur Conan Doyle, elegante, permanece en su palco, justo enfrente del Emperador. Ser el encargado de las investigaciones de arte para el imperio tenía sus ventajas después de todo, más si como él ansiaba escuchar en vivo a la exquisita Keiko Matsui. Ha reservado el asiento vacío a su inseparable amigo.

Camina por los pasillos alfombrados, afinando su sentido del olfato en aquel coctel de perfumes finos y aire purificado. A pesar de que su gabán es de lujo, desentona. Se puede reconocer en su figura a un detective. En la entrada no tuvo problemas. Pensaron que pertenecía a la guardia de Childeruco, aunque llevara esa máscara negra.

—Hay cuervos en los cables de alta tensión. Hasta ellos vienen a alabarla.

Dice Muñoz al llegar al palco. Doyle se sorprende de las palabras de su amigo.

—¿Metafóricamente?

Muñoz sonríe, pero la máscara oculta su gesto.

—Al parecer habrá algo excelso esta noche.

El Sir mira que en los palcos cercanos, justo a mano izquierda del Emperador, llega la figura imponente de su asesor científico.

—Mira Muñoz, ¿reconoces a aquel sujeto?

—Me parece que lo he visto, pero no estoy seguro.

—Es el asesor de Childeruco. Sir Isaac Newton. Se dice que posee una colección inmensa de arte griego original. No lo dudo. Sospecho que no sólo es consejero de ciencias de su majestad. Tantos lujos me parecen excesivos.

—Todo en la era de ese rey es excesivo, Doyle.

Doyle mira fijamente al asesor. Newton deja su lugar, tras ser llamado por uno de los guardias armados del rey.

—Hazme un favor. Ve a dar una ronda. Sospecho que algo no va bien.

—Parece. Hay quince minutos de retraso, algo no funciona. Los cuervos nunca auguran algo bueno.

Matsui contempla a través de su ventanal las siluetas de sus cuervos. Triste, asustada acaso, decide que es tiempo de salir a escena. Pero no va a ser tan sencillo. Muñoz logra colarse. Piensan que forma parte de los guardias. Escucha un grito desgarrador. El ruido proviene de un camerino. Un pasillo oscuro con una docena de puertas, tras bajar algunos escalones. Raro que nadie vigile esa zona tan importante del anfiteatro. La escasa luz, sin duda parte del plan. “Ni una rata aquí, o una muy grande”, se dijo mientras seguía los gritos sofocados de auxilio. Al fin: “Matsui”, inscrito adentro de una luna plateada en la puerta. Definitivo: desenfunda su arma, dispara a la cerradura y empuja de una patada la puerta. Más rápido que sus reflejos, una mole espectral lo ataca y de un golpe lo arroja contra la puerta de la habitación contraria. La rompe bruscamente, sin dejar de apretar el arma y con un rictus de sorpresa y dolor.

Es como una bestia. Nomás puede observar sus contornos, como si fuera un hombre hecho de rocas. Da la impresión de que porta una máscara tipo minoica. Pero en lo claroscuro de aquella atmósfera, tumbado y doliente, se le dificulta ver con detalle. Apunta lentamente hacia la inmensa cabeza y dispara. El rayo lo carboniza ante su rugido de espasmo. La presencia cae como deshecha, como si fuera un montón de piedras amontonadas. Se incorpora con dificultad y corre hacia el camerino de ella. Se da cuenta que ha pisado lodo. “¿Barro?”, se interroga a sí mismo. Matsui, temblando en una esquina, llorando como una niña. Es una niña. Mira a Muñoz, su máscara agria y de desesperanza y cree que viene a segar su existencia. Él se arrodilla ante ella.

—Estás a salvo conmigo.

Posted at en 5:03 on sábado, 17 de noviembre de 2007 by Publicado por Gametech | 0 comentarios | Filed under:

05. Viaje a la Luna

La luna: en el lado oscuro se ocultan una serie de laboratorios culturales, construidos con el fin de desarrollar tecnología de punta y crear con ella al lector ideal. En la parte visible se han erigido varios templos kitch, cuya distribución dan la apariencia de constituir las líneas de un perfil humano, como si fuera una moneda. Desde la Tierra se puede ver la vasta efigie de Childerico IV, rey godo que ha restablecido ante la ONU el régimen monárquico en todo el orbe.

Se cuenta que su hijo, Childerulo, avergonzado por el fascismo del padre, decidió escapar junto con sus vasallos a las profundidades del universo. Desea encontrar el vórtice que le permita viajar por el tiempo y evitar así que ocurra el enloquecido afán del rey godo. Muñoz sabía bien la leyenda, pero no la creía. Al fin y al cabo, el maquiavélico Childeruco IV no estaba tan chalado. Había cedido la luna a un grupo de artistas, una nueva cuna del arte, solía decir.

No podía ser tan bueno. Los escépticos hablaban de que Childeruco había utilizado el lado oscuro para producir armamento atómico, cibernético y robótico. En las tenebrosas mazmorras, se aducía, científicos dementes llevaban a cabo experimentos genéticos para concebir al lector total, perfecto. Un ser diabólico, si existiera, apuntaba Muñoz, como si fuera experto en teoría literaria. Lo único cierto es que Conan Doyle, el Sir, trabajaba desde tiempo en la corte de Childeruco. ¿Su trabajo? Cazador de reliquias. O espía, si se piensa mal. No le interesa.

—Los vasos en sí son comunes. Pero mira bien éste, amigo —le puso frente a sus ojos la foto ampliada del ánfora de Dypilon.

—¿Qué tiene de especial, Doyle? A mí me parece igual que todos los de la época. Pero sin espirales.

—Y así es. ¿Te has puesto a pensar que la espiral de Arquímedes se parece bastante al yin yang?

Muñoz miraba al vacío, pero sostenía una taza de café. La luz lunar que entraba por el tragaluz le daba un aspecto espectral a su máscara, debajo de su sombrero de detective.

—Doyle, le das vueltas a las cosas. Se le llama espiral evolutiva-involutiva. Se sabe que algunas culturas se servían de ella incluso para marcar el calendario. El sol y la luna se persiguen en espiral. Pero ¿a qué tanto? Bien pudiste leerlo en cualquier tomo apolillado, pero hacerme venir hasta acá por eso, suena descabellado.

—Toda la energía permanece en movimiento, faltó añadir. Cosa esotérica, supongo.

—¿Por eso te fuiste a África, amigo? Vaya que te apasiona ese campo. Pero ya dime, ¿qué tengo que ver con esto?

—Mi benefactor, un hombre importante y cercano a Childeruco IV, me pidió que investigara el asunto y pensé en ti para que me ayudaras.

—¿Benefactor? —dijo Muñoz, molesto.

—Es alguien poderoso, amigo. Un científico. Sí, amigo. Cortaron con láser la entrada del Museo. Se trata de algo grande. Aunque no tengo idea qué tiene que ver con esto una vasija antigua.

Sacó un cigarrillo, lo encendió pensando en todo el fárrago de información. Sabía que había más. Vasijas, espirales y yin yang, experimentos en la Luna… mucho asunto para un rutinario robo de arte. Preguntó:

—¿Algo qué ver con el lector total?

—Puede ser. Nos entrevistaremos con Matsui en la Luna. ¿La recuerdas? Supongo que sí —esbozó una risa sarcástica.

Los acordes, la música de aquel prodigio recorrió cada sinapsis de sus neuronas reorganizándose. En pocos segundos ya imaginaba aquel rostro blanco, aquellos cabellos azulados, sobre sus hombros de marfil. No es humana, muchos pensaban. Él también. Mariposear en el fondo del estómago vacío.

—Encargada mítica del satélite. ¿Cómo no saberlo? Ha renunciado a la música desde hace tiempo, aunque me niego a creerlo. En su mente ha de conspirar su arte.

Matsui, después de su carrera meteórica, había alcanzado tal fama que a los veinte años fue nombrada embajadora en la Luna, como una verdadera reina rigiendo sobre su propio planeta. A partir de ahí, renunció a todo proyecto musical para enfocarse a construir, a imagen y semejanza de la Grecia clásica, una nueva tierra donde el arte fuera el único credo. Doyle miraba con seriedad solemne a su amigo. Se puso la pipa entre sus labios polvosos. Con algo de ininteligible, dijo:

—Aunque… yo también tengo una… —deslizó un naipe maltrecho, con la misma imagen de la baraja de Muñoz.

—La luna… ¿Quién te la dio?

—La encontré donde debía estar la vasija de Dypilon.

El detective enmascarado dejó ir la mirada hacia la luz que se filtraba, casi involuntariamente. Era necesario ir a ver a Matsui, quizás tenía algo qué ver con toda esa maraña. Habría que empezar a tirar de la madeja, como se hala el extremo de una bola de estambre. Doyle descansaba la barbilla entre sus dos manos entrelazadas, como meditado sobre un asunto mortal. Entonces abrió la boca oculta detrás de sus dedos enredados:

—Muñoz. Puede que no salgamos con vida.

Posted at en 4:08 on miércoles, 14 de noviembre de 2007 by Publicado por Gametech | 0 comentarios | Filed under:

04. El enmascarado


Museo Nacional de Atenas

—¿Por qué me envías esta baraja, canalla?

—¿De qué me hablas, tierno Muñón?

—No juegues Doyle, no conmigo.

—No entiendo qué me quieres decir.

Muñoz sorbió de su taza. Permanecía sentado, del otro lado de un escritorio polvoso.

—Los problemas políticos carcomen al planeta —glosa Doyle, para variar de tema.

—¿Y crees que me importa?

—Por eso te mandé esa carta y esa foto, la de la vasija con espirales grabadas en él.

—Las espirales son un ornato propio de este tipo de vasijas, incluso en algunas construcciones jónicas era imprescindible, casi como los códigos de barras.

—Pitagóricos denuedos, como dices tú, Muñón.

—Soy Muñoz, canalla.

—Soy Doyle, Muñoz.

Ambos permanecían impávidos. Muñoz abrió su gabán, extrajo una carta, y la lanzó sobre la mesita improvisada.

—¿Y qué es esto? —preguntó Doyle.

—Viejo amigo, sé que te encanta el misterio y todo eso, pero no juegues conmigo. Tú enviaste a alguien a que me la entregara.

Sir Arthur Conan Doyle lo miró fijamente, como intentando congelar el gesto adusto de Muñoz.

—Ábrela, entonces.

El Sir inglés tomó el sobre doblado, arrugado y sucio. Aquel empaque maltrecho denotaba que aquel individuo había estado sopesando su origen, quizás angustiado. Extrajo de él una carta de tarot. La luna.

—No soy tan burdo. Me conoces bien. Si quisiera ponerte trampas, eliminarte, o jugar contigo, tal vez me sentaría a escribir un nuevo volumen de Sherlock Holmes. No fui yo.

Lanzó el sobre a la mesa, justamente al alcance de su amigo. Aunque se adivinaba que un pensamiento turbio recorría su cerebro.

—Era un sujeto parecido a ti, al menos como tú cuando vivías en Londres —dijo Muñoz.

—Deberíamos ponernos a estudiar el caso que tenemos ante nosotros. Alguien ha robado la vasija de Dypilon.

—¿Qué piensas sobre ese misterioso sujeto en el café, y qué me quiere decir con esta carta? —cuestionó Muñoz, con la mirada ida.

Doyle se recargó en el respaldo de su silla ajada, desesperanzado. Apoyó su codo en el bastón. Muñoz fijaba la vista en el papel deshecho.

—Es una carta de falsedad —explicó el caballero británico.

—Doyle… ese sujeto me inspiraba familiaridad, pero fue un lapso.

—¿Familiaridad?

El inglés hizo una pausa y miró los ojos atentos de su compañero, escrutando el sobre. Le pareció que era una broma o, más bien, un mal sarcasmo del detective. Un hombre que se había aislado de todos, que vagabundeaba, que parecía irritarse ante la idea de sentir empatía, no podía experimentar una sensación de pertenencia hacia alguien que apenas vio.

—Muñoz… desde que usas esa máscara, no he vuelto a ver tu rostro inocente.

El silencio escolta el paso de la luna en ese hemisferio de la Tierra.

Posted at en 1:54 on sábado, 10 de noviembre de 2007 by Publicado por Gametech | 0 comentarios | Filed under:

03. Matsui


Puso la última pieza. El rompecabezas iluminó su febril cerebro de niña. Ahí estaba la luna, mítica, blanca, contundente como un nota musical. Y ahí su frágil rayo, sobre la piel del piano. La pequeña corre hacia el instrumento; sentía un desesperante impulso por dedicarle otra más de sus ejecuciones a su princesa.

A contra luz de la azotea, descansa la silueta del telescopio. Si fueras más curiosa, si no te obsesionara la luna al grado de la excitación, podrías percibir las pequeñas volutas en espiral que hay en las rejas exteriores de la ventana. Pero mejor pasea los dedos sobre la dermis del marfil. Elegante, con los ojos cerrados, para verla flotante entre las nubes, tímida, torneada e intensa.

Siente fluir el calor de los dioses, de la misma creación. Comienza a elevar los sonidos del piano. Un delicado desliz de los dedos, como acariciando la cabeza de un recién nacido. La cadencia, lenta, acompasada, emulando el despacio caer de su majestad en el alba. Después, los dedos recorren con avidez paulatina las teclas. Las notas ascienden, persiguiendo las nieblas heladas del disco astral.

Adentro de sus ojitos, atrás de ellos más bien, la tibieza se vuelve calor. Así debe sentirse la voluntad de crear un universo, otra realidad, pero perfecta; sin aristas, ni torceduras, ni ambigüedades. Los dioses embebidos, atrapados en la música, eternamente. Por eso algunos de ellos danzan, o se baila para ellos. Matsui está colmada de un sentimiento amoroso, distinto, único, irrepetible, pero adentro de ella, invocado por la ejecución y la visión interna de l cielo nocturno.

Pero de pronto el chasquido del cristal picado del ventanal. Y el desliz de tus dedos sobre las teclas y el fin de la melodía. También tienes adentro de ti a ellos. Dejas correr un minuto, segundos, no tiene idea de cuánto tiempo pasó. Se levanta y va lentamente a asomarse. Ahí, sobre los cables de alta tensión, los cuervos; invocados, prestos a oírla. Pero las siluetas son macabras. ¿Por qué acosar a una niña de doce años? En algunas culturas los cuervos son las almas en pena. ¿Qué tiene que ver con aquella? Siente que su inocencia ha sido raptada.

Acepta que las primeras veces que se percató del efecto de su música, experimentó sensaciones indecibles. Era extraordinario ver aquellas siluetas anegadas sobre los postes, atentas a su arte. Pero cuando escuchó que uno de ellos picaba el cristal, como queriendo entrar, le aterrorizó la idea. Además, ¿cómo es que escuchaban sus melodías si la ventana permanecía cerrada? Matsui temblaba, de miedo y angustia.

Las aves agoreras permanecían atentas escrutando con sus ojos vacíos la infantil efigie al pie de la azotea. Corrió las cortinas y se acostó en su pequeña cama. Se cubrió con el edredón completamente, como si quisiera volver al útero de su madre. Pero ahí, adentro, sintió que su carne comenzaba a derretirse, que se quedaba en huesos. Tuvo que llevar sus manos a su rostro, pero le pareció tan famélico, que corrió hasta el espejo del corredor. El reflejo opaco la tranquilizó. Todo estaba normal. Cuando iba a volverse para andar hacia su cama, Matsui pudo ver un rostro agujerado por una enfermedad amoratada. Sí, era un muerto, o la aparición lejana de un penitente, o el mismo demonio. No gritó: sólo va hasta su habitación, saca de una caja de madera una cuerda vieja para piano, y la enrolla alrededor de su muñeca. Comienza a halarla con tal presión y frecuencia, que amorata y hiere su carne. Matsui llora, porque había entendido que la música era su maldición. A lo lejos los cuervos hacen ruido, como burlándose de su lunático émulo de evasión.

Posted at en 5:49 on miércoles, 7 de noviembre de 2007 by Publicado por Gametech | 0 comentarios | Filed under:

02. Génesis euclidiana



Alejandría, siglo III A. C.

Los rayos del sol se doblan sobre la superficie del Nilo, refulgente y cegadora. Sus ojos entrecerrados se fijan en el rojo crepuscular en las pilastras. Su cuerpo frágil parece a punto de quebrarse ante la ventisca súbita que se ha levantado. Sabe que no es sueño; está seguro que debe acercarse a la orilla, andar hacia afuera de la ciudad, encontrar las arenas doradas de Egipto, adentrarse al acomodo de los elementos. Eleva la mano para protegerse de la iluminación y el viento. Avanza meditando por el fresco curvear del Delta. A lo lejos, los esclavos trabajan en la isla de Faros, como hormigas.

Pequeños remolinos surgen más allá de las dunas, como si fueran una parvada de aves incendiadas. La vieja tentación de unir “puntos” indefinidamente, con el antiguo afán de las formas perfectas. Así son las partículas de arena. Cubre su cabeza anciana con el antebrazo, para evitar que el polvo entre en los ojos. A veces el crepúsculo puede causar el efecto de montículos sangrientos. Más cuando se camina tan pegado al juego de espejos del río. La luz refractada, en incontables vértices, como atando la percepción con la longitud y la expansión.

Aún piensa en ángulos, en la segmentación del espacio en partes perfectas y medibles. El punto, aquella abstracción, y las líneas, conjunto de aquéllas. Es simple el camino al mundo de las ideas. La esfera nocturna. Pero la ves enrollada sobre si, espiritual, profunda. Todas las figuras, vivas e inanimadas, crecen con los principios geométricos incrustados en sí. Recuerda la espiral del capitel, inminente, instruyendo a los mortales sobre los secretos fundamentos de los planos.

Si se pudieran ver las raíces del cosmos, sin duda serían una proyección de puntos. Porque en donde sea los ángulos, las líneas, los radios y los números se igualan en armonía, como una música silenciosa. Como la acallada admiración en el templo de los sabios. Aunque no cree en la magia egipcia, respeta la cosmogonía de los elementos. No por irracional, sino porque la mirada de su maestro Eudoxo parecía una amalgama de los cuatro.

“Cosas que son iguales a la misma cosa, son iguales entre sí”, sentenció esa vez. Trataron de revelar la alquimia de aquella frase; sólo quedaron fríos, petrificados ante lo que había hecho tu mano. Sobre las arenas negras y quemadas, marcaste un círculo. Tu dedo no tocó ningún grano, pero tu mente sí. Todas las formas están contenidas en las otras. Una imagen contiene el recuerdo de los otros objetos. El universo es igual a sí mismo; es uno. Das la espalda al río, en un ángulo recto, y prosigues. En eso consiste lo hermoso: en contar las innúmeras formas descritas por cada criatura. De pronto un giro, el tercio de un círculo, una curva tímida; o la fiera justa del ángulo agudo.

Bien sabe que busca lo mismo que vislumbró en el templo. Un hilillo que salía de la circunferencia, color llama, color esmeralda, color arenisca clara, incoloro; vináceo por los matices de la tiniebla. Anda, indiferente a la silueta irreal de Alejandría. El viento comienza a elevar remolinos. Cubre el rostro. Siente que habita adentro de la tibieza de un latido. El aire gira violentamente y abate los bordes de su túnica ajada. Lo atraviesa. Entre las arenas aún fúricas, surge una especie de cuerda, sobre la superficie, como la cola de una serpiente enterrándose. Asemeja al círculo, el que dibujó ante los sabios. Tira del cordel, para sacar del fondo alguna geometría. Devanada, una espiral gira sobre sí misma en la superficie de las arenas, como absorbiendo sus mismas dimensiones, atrayéndolas al centro. Es como un lazo que desciende hacia el infinito de una tierra movediza. Se escucha la colisión, el estruendo; un relámpago de cuatro sustancias. Tu mano no suelta aquel hilo precioso. Se atreve a seguir tirando. Un bulto, o un simulacro de ello, o una efigie, o una representación, o el sueño de una sombra… al fin, una silueta ingrávida, exhumada y al aire, como si hubiera estado aguardando su fisonomía en el centro de la espiral, liberada… “Cosas que son iguales a la misma cosa, son iguales entre sí. Tú no”.

Posted at en 20:13 on viernes, 2 de noviembre de 2007 by Publicado por Gametech | 0 comentarios | Filed under: