El teatro del centro de Londres está desbordante. Se espera que aparezca en cualquier momento el insigne Childeruco IV, el flamante emperador de la monarquía mundial. Sus detractores le apodan “El Estúpido”. El rey no sabe o ignora que así lo llaman sus enemigos. No se espanta. Muchos también le recriminan su falta de emociones humanas, su decidida incompetencia. La huida de su hijo se ha visto como prueba irrefutable de su inutilidad y de su falta de habilidad para solventar sus problemas.
Sir Arthur Conan Doyle, elegante, permanece en su palco, justo enfrente del Emperador. Ser el encargado de las investigaciones de arte para el imperio tenía sus ventajas después de todo, más si como él ansiaba escuchar en vivo a la exquisita Keiko Matsui. Ha reservado el asiento vacío a su inseparable amigo.
Camina por los pasillos alfombrados, afinando su sentido del olfato en aquel coctel de perfumes finos y aire purificado. A pesar de que su gabán es de lujo, desentona. Se puede reconocer en su figura a un detective. En la entrada no tuvo problemas. Pensaron que pertenecía a la guardia de Childeruco, aunque llevara esa máscara negra.
—Hay cuervos en los cables de alta tensión. Hasta ellos vienen a alabarla.
Dice Muñoz al llegar al palco. Doyle se sorprende de las palabras de su amigo.
—¿Metafóricamente?
Muñoz sonríe, pero la máscara oculta su gesto.
—Al parecer habrá algo excelso esta noche.
El Sir mira que en los palcos cercanos, justo a mano izquierda del Emperador, llega la figura imponente de su asesor científico.
—Mira Muñoz, ¿reconoces a aquel sujeto?
—Me parece que lo he visto, pero no estoy seguro.
—Es el asesor de Childeruco. Sir Isaac Newton. Se dice que posee una colección inmensa de arte griego original. No lo dudo. Sospecho que no sólo es consejero de ciencias de su majestad. Tantos lujos me parecen excesivos.
—Todo en la era de ese rey es excesivo, Doyle.
Doyle mira fijamente al asesor. Newton deja su lugar, tras ser llamado por uno de los guardias armados del rey.
—Hazme un favor. Ve a dar una ronda. Sospecho que algo no va bien.
—Parece. Hay quince minutos de retraso, algo no funciona. Los cuervos nunca auguran algo bueno.
Matsui contempla a través de su ventanal las siluetas de sus cuervos. Triste, asustada acaso, decide que es tiempo de salir a escena. Pero no va a ser tan sencillo. Muñoz logra colarse. Piensan que forma parte de los guardias. Escucha un grito desgarrador. El ruido proviene de un camerino. Un pasillo oscuro con una docena de puertas, tras bajar algunos escalones. Raro que nadie vigile esa zona tan importante del anfiteatro. La escasa luz, sin duda parte del plan. “Ni una rata aquí, o una muy grande”, se dijo mientras seguía los gritos sofocados de auxilio. Al fin: “Matsui”, inscrito adentro de una luna plateada en la puerta. Definitivo: desenfunda su arma, dispara a la cerradura y empuja de una patada la puerta. Más rápido que sus reflejos, una mole espectral lo ataca y de un golpe lo arroja contra la puerta de la habitación contraria. La rompe bruscamente, sin dejar de apretar el arma y con un rictus de sorpresa y dolor.
Es como una bestia. Nomás puede observar sus contornos, como si fuera un hombre hecho de rocas. Da la impresión de que porta una máscara tipo minoica. Pero en lo claroscuro de aquella atmósfera, tumbado y doliente, se le dificulta ver con detalle. Apunta lentamente hacia la inmensa cabeza y dispara. El rayo lo carboniza ante su rugido de espasmo. La presencia cae como deshecha, como si fuera un montón de piedras amontonadas. Se incorpora con dificultad y corre hacia el camerino de ella. Se da cuenta que ha pisado lodo. “¿Barro?”, se interroga a sí mismo. Matsui, temblando en una esquina, llorando como una niña. Es una niña. Mira a Muñoz, su máscara agria y de desesperanza y cree que viene a segar su existencia. Él se arrodilla ante ella.
—Estás a salvo conmigo.
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