15. El discípulo


Roger Bacon reprende intelectualmente a su discípulo. Mira aquellos ojos azules enardecidos por una rabia contenida, pero lo suficientemente serenos como para entablar un diálogo que, quizás, los terminará separando de por vida.

—Isaac, sé que tu estudio es riguroso, pero no desvíes de tu meta. La alquimia y la cábala son dos aspectos que debes desechar por el momento. Éstas se logran después de satisfacer tus impulsos racionales.

—Pero maestro… —dice el niño— no es justo que me impida estudiar las ciencias de los gólems… yo quiero hacer que el lodo cobre vida…

Bacon hace un sonido de silencio entreabriendo los labios, a la vez que se lleva el dedo índice a la boca.

—¡Isaac! Esto es intolerable, ¿para qué buscas crear un gólem? ¿te crees Dios?

El niño prodigio observa con un ceño oscurecido a su venerado maestro. Sus ojos, inmensos y preclaros, tan calmados cuando se concentra en las mediciones planetarias, ahora parecen poseídos por una fuerza descomunal, misteriosa y casi diabólica.

—Yo creo en un alma, hijo —aclara Bacon, para liberar la tensión de la escena—, en un espíritu que insufla el hálito… pero mis ambiciones no son mundanas, como la idea de crear gólems para comprobar mis conocimientos… algún día existirán máquinas que se moverán con pura energía, y después existirán biomáquinas, que darán paso a las teomáquinas: la fusión final entre alma y creación.

“¿Teomáquinas?”, se pregunta el pequeño, a quien le parecía más monstruoso y pervertido pensar en unir el alma humana con una maquinaria. Se pasa el antebrazo sobre los ojos humedecidos de impotencia. El destello de paciencia infinita, de hambre de conocer el funcionamiento del universo, se restablece.

—Isaac, perdona si te pareció enérgica mi reprimenda, pero las cosas se dan a su debido tiempo. No quieras comer del fruto cuando la semilla, que te promete la cosecha, apenas y comienza a romper su tegumento.

—Maestro… algún día no estará aquí, y yo podré superarlo…

Bacon no prestó oídos a la insolencia de su alumno, o no quiso. En su lugar pensó en aquella tarde en el jardín del palacio imperial, cuando descubrió a Newton, aún más joven, levantando muñecos de lodo y dándoles nombre, como si fuera una deidad y aquellas sus criaturas a punto de cobrar vida, moverse y dispuestas a seguir órdenes. Fue la primera llamada de atención. “No se juega a ser Dios… apenas puedes comprender los razonamientos de tu mente”, “No se puede pretender insuflar el hálito a lo inanimado cuando no sabes qué principios obedecen”, le había explicado el mentor.

Su barba blanca y larga, su calvicie enmarcada por una maraña de cabellos plata y extensos, y aquella túnica desgarrada que lo hacían parecer un sabio demente que ocultaba secretos abrumadores, ya no le impresionaban. Newton llegó a pensar que aquella efigie enhiesta, pero descuidadísima, se debía a que su maestro escondía un tipo de conocimiento místico, peligroso, pero que algún día tendría su utilidad. No importaba del todo, porque él mismo desarrollaría sus propios sistemas, sus exclusivos saberes místicos y alquímicos, tan vastos y poderosos como los de aquel decrépito y petulante maestro.

—¿Teomáquinas? —se pregunta, insistente.

—¿Teomáquinas?

—¿Teomáquinas?

Y luego tuerce los labios, reprimiendo una carcajada amarga y de escepticismo.

Posted at en 19:22 on sábado, 17 de mayo de 2008 by Publicado por Gametech | 0 comentarios | Filed under: , , ,