Museo Nacional de Atenas
—¿Por qué me envías esta baraja, canalla?
—¿De qué me hablas, tierno Muñón?
—No juegues Doyle, no conmigo.
—No entiendo qué me quieres decir.
Muñoz sorbió de su taza. Permanecía sentado, del otro lado de un escritorio polvoso.
—Los problemas políticos carcomen al planeta —glosa Doyle, para variar de tema.
—¿Y crees que me importa?
—Por eso te mandé esa carta y esa foto, la de la vasija con espirales grabadas en él.
—Las espirales son un ornato propio de este tipo de vasijas, incluso en algunas construcciones jónicas era imprescindible, casi como los códigos de barras.
—Pitagóricos denuedos, como dices tú, Muñón.
—Soy Muñoz, canalla.
—Soy Doyle, Muñoz.
Ambos permanecían impávidos. Muñoz abrió su gabán, extrajo una carta, y la lanzó sobre la mesita improvisada.
—¿Y qué es esto? —preguntó Doyle.
—Viejo amigo, sé que te encanta el misterio y todo eso, pero no juegues conmigo. Tú enviaste a alguien a que me la entregara.
Sir Arthur Conan Doyle lo miró fijamente, como intentando congelar el gesto adusto de Muñoz.
—Ábrela, entonces.
El Sir inglés tomó el sobre doblado, arrugado y sucio. Aquel empaque maltrecho denotaba que aquel individuo había estado sopesando su origen, quizás angustiado. Extrajo de él una carta de tarot. La luna.
—No soy tan burdo. Me conoces bien. Si quisiera ponerte trampas, eliminarte, o jugar contigo, tal vez me sentaría a escribir un nuevo volumen de Sherlock Holmes. No fui yo.
Lanzó el sobre a la mesa, justamente al alcance de su amigo. Aunque se adivinaba que un pensamiento turbio recorría su cerebro.
—Era un sujeto parecido a ti, al menos como tú cuando vivías en Londres —dijo Muñoz.
—Deberíamos ponernos a estudiar el caso que tenemos ante nosotros. Alguien ha robado la vasija de Dypilon.
—¿Qué piensas sobre ese misterioso sujeto en el café, y qué me quiere decir con esta carta? —cuestionó Muñoz, con la mirada ida.
Doyle se recargó en el respaldo de su silla ajada, desesperanzado. Apoyó su codo en el bastón. Muñoz fijaba la vista en el papel deshecho.
—Es una carta de falsedad —explicó el caballero británico.
—Doyle… ese sujeto me inspiraba familiaridad, pero fue un lapso.
—¿Familiaridad?
El inglés hizo una pausa y miró los ojos atentos de su compañero, escrutando el sobre. Le pareció que era una broma o, más bien, un mal sarcasmo del detective. Un hombre que se había aislado de todos, que vagabundeaba, que parecía irritarse ante la idea de sentir empatía, no podía experimentar una sensación de pertenencia hacia alguien que apenas vio.
—Muñoz… desde que usas esa máscara, no he vuelto a ver tu rostro inocente.
El silencio escolta el paso de la luna en ese hemisferio de la Tierra.
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