Permanecen de pie, mientras Keiko está sentada enfrente de un inmenso piano, encima de ellos, a unas cuantas escalinatas, en un templete especial destinado a su música. Muñoz observa cada detalle, como percibiendo que muy pronto terminará su visita. Doyle hace lo propio, mientras eleva algunas frases torpes y nerviosas. Muñoz no tiene idea de por qué han dado el matiz azulado a aquel templo que brillaría más con la propia blancura de las columnas.
—Venimos a que nos preste su amable ayuda… queremos conseguir un permiso para inspeccionar el área de las máquinas… más bien queremos entrevistarnos con su líder, en forma amistosa…
Matsui fija su mirada en el vacío. Muñoz, un poco exasperado, se siente inquieto por la extraña actitud de la anfitriona.
—A nuestro Emperador le gustaría mucho que nosotros pudiéramos entrar a la zona de ellos, y sabemos que usted, preferida de nuestro gran Childeruco, tiene la función de cónsul o mediadora —insiste Doyle.
Ahora le parece a Muñoz que Matsui no respira, que está muerta, que aquella efigie es un reemplazo, una especie de títere que un gigante manipula… un engaño y ellos han ido directamente a la trampa. Esconde sus manos en los bolsillos del gabán para tener al alcance su arma. Recuerda que tuvo que dejarla con los guardias.
—Esto no va bien, amigo —dice Muñoz, en voz baja.
—Los puedo anunciar, pero no llevarlos. Es tierra non grata —responde Matsui, con una voz dulce y melodiosa, pero con un dejo de congoja.
“Habla como si alguien le estuviera apuntando con un electrorifle”, trata de razonar el enmascarado.
—¿Por qué no nos puede llevar allá, si es que no es inconveniente saberlo?
Un silencio a punto de estallar corta las venas de Muñoz. No deja de estar atento a los detalles. Viéndolo bien, se dice, bien podría ser un mausoleo.
—Fuerzas que no controlo, que atormentan. Ni la música las puede ahuyentar, al contrario, pero… —Matsui deja colgada la última frase.
—Vámonos de inmediato, esto me da mala espina —insta Muñoz.
Doyle se mece la barbilla. Después se apoya en el bastón y hace el intento de salir. Pero no lo hace.
—Iremos —y camina hacia la salida.
A Muñoz le parece que el espacio que hay entre preguntas y respuestas es dilatado. Éste, ya inmóvil, mira fijamente a la mujer. Cabellos lacios y púrpuras. Unos ojos tristes, aplastados por el llanto o la angustia, o las dos cosas a la vez. Y la piel azulada, pero que se adivina de marfil. Y esa actitud que podría confundirse con soberbia, pero que en realidad es temor.
Afuera, los soldados de Childeruco se han alineado a manera de corredor, hasta la puerta de la nave de Doyle. El Sir camina seguro, como si fuera el líder de aquellos godos trogloditas. Muñoz lo sigue con la cabeza gacha, pensativo. El silencio se hace amplio. En la puerta reciben sus armas. Y uno de esos tantos godos, mimetizado entre la turba, les advierte, con voz enfurecida, que no regresen jamás. El resto de la tropa lo secunda.
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