Puso la última pieza. El rompecabezas iluminó su febril cerebro de niña. Ahí estaba la luna, mítica, blanca, contundente como un nota musical. Y ahí su frágil rayo, sobre la piel del piano. La pequeña corre hacia el instrumento; sentía un desesperante impulso por dedicarle otra más de sus ejecuciones a su princesa.
A contra luz de la azotea, descansa la silueta del telescopio. Si fueras más curiosa, si no te obsesionara la luna al grado de la excitación, podrías percibir las pequeñas volutas en espiral que hay en las rejas exteriores de la ventana. Pero mejor pasea los dedos sobre la dermis del marfil. Elegante, con los ojos cerrados, para verla flotante entre las nubes, tímida, torneada e intensa.
Siente fluir el calor de los dioses, de la misma creación. Comienza a elevar los sonidos del piano. Un delicado desliz de los dedos, como acariciando la cabeza de un recién nacido. La cadencia, lenta, acompasada, emulando el despacio caer de su majestad en el alba. Después, los dedos recorren con avidez paulatina las teclas. Las notas ascienden, persiguiendo las nieblas heladas del disco astral.
Adentro de sus ojitos, atrás de ellos más bien, la tibieza se vuelve calor. Así debe sentirse la voluntad de crear un universo, otra realidad, pero perfecta; sin aristas, ni torceduras, ni ambigüedades. Los dioses embebidos, atrapados en la música, eternamente. Por eso algunos de ellos danzan, o se baila para ellos. Matsui está colmada de un sentimiento amoroso, distinto, único, irrepetible, pero adentro de ella, invocado por la ejecución y la visión interna de l cielo nocturno.
Pero de pronto el chasquido del cristal picado del ventanal. Y el desliz de tus dedos sobre las teclas y el fin de la melodía. También tienes adentro de ti a ellos. Dejas correr un minuto, segundos, no tiene idea de cuánto tiempo pasó. Se levanta y va lentamente a asomarse. Ahí, sobre los cables de alta tensión, los cuervos; invocados, prestos a oírla. Pero las siluetas son macabras. ¿Por qué acosar a una niña de doce años? En algunas culturas los cuervos son las almas en pena. ¿Qué tiene que ver con aquella? Siente que su inocencia ha sido raptada.
Acepta que las primeras veces que se percató del efecto de su música, experimentó sensaciones indecibles. Era extraordinario ver aquellas siluetas anegadas sobre los postes, atentas a su arte. Pero cuando escuchó que uno de ellos picaba el cristal, como queriendo entrar, le aterrorizó la idea. Además, ¿cómo es que escuchaban sus melodías si la ventana permanecía cerrada? Matsui temblaba, de miedo y angustia.
Las aves agoreras permanecían atentas escrutando con sus ojos vacíos la infantil efigie al pie de la azotea. Corrió las cortinas y se acostó en su pequeña cama. Se cubrió con el edredón completamente, como si quisiera volver al útero de su madre. Pero ahí, adentro, sintió que su carne comenzaba a derretirse, que se quedaba en huesos. Tuvo que llevar sus manos a su rostro, pero le pareció tan famélico, que corrió hasta el espejo del corredor. El reflejo opaco la tranquilizó. Todo estaba normal. Cuando iba a volverse para andar hacia su cama, Matsui pudo ver un rostro agujerado por una enfermedad amoratada. Sí, era un muerto, o la aparición lejana de un penitente, o el mismo demonio. No gritó: sólo va hasta su habitación, saca de una caja de madera una cuerda vieja para piano, y la enrolla alrededor de su muñeca. Comienza a halarla con tal presión y frecuencia, que amorata y hiere su carne. Matsui llora, porque había entendido que la música era su maldición. A lo lejos los cuervos hacen ruido, como burlándose de su lunático émulo de evasión.
0 comentarios: