Río Hudson, Nueva York, tiempo presente
Hundió la mano en la orilla. Sentía el frío del invierno, pero también presentía las aguas cálidas del amazonas; podía palpar la piel escamosa del cardumen; la turbulencia de las aguas dejadas atrás por las ballenas. Nadie puede ver a la figura extraña que está inclinada entre las peñas. Las nieblas de pronto se han elevado alrededor de la ciudad.
La silueta parece descansar. De pronto si uno mirara de lejos tendría la sensación de que la sombra, apenas recortada entre las brumas, es parte de un cuadro paisajista. Viendo bien, el tiempo y el espacio parecerían detenidos. Pero el humo flota lentamente, se eleva o gira entorno a la presencia que aún sigue entre las rocas.
Es claro que busca algo. Nadie en su sano juicio permanecería con la mano sumergida, en el frío de la madrugada. Aunque lo último que uno pensaría sería eso; más bien tendríamos que reflexionar en que la espalda de aquello asemeja un peñasco, como si fuera la curva vertebral de un atlante. Por si fuera poco, en esta escena que pareciera on mute, si el testigo hiciera el esfuerzo por escuchar y discernir los sonidos podría encontrar más indicios.
Aunque el ruido de las marejadas se van incrementando. Podría ser que la turbulencia del río incrementa en relación al tiempo que permanece sumergida la mano de la efigie. Cómo saberlo. Pero si se discriminan sonidos, tal vez podamos distinguir que la presencia respira con tal fuerza que parece una bestia. Nada humano podría exhalar aire con tanta ferocidad. Por eso se puede dudar de que esa cosa produzca este sonido casi de fuelle de ballena. Aunque su ritmo constante lo delata.
Pero yo, que narro dicha historia, sé que sí es un ser viviente, aunque si este juicio implica que sea mortal dudaría en llamarlo así. Mejor dicho: es algo animado, un ser. El tacto recoge las temperaturas de todos los mares del planeta. También registra las criaturas que hay en él. Va separando las percepciones, las innúmeras, desde las cualidades de un simple átomo de sal hasta la misma estructura ósea de una foca o un tiburón. A estas alturas podemos decir que está buscando algo. Por lo mismo, la criatura se dice a sí misma:
—¿Dónde te encuentras?
El río, alborotado, comienza a sacudirse con más violencia. Él recibe nítidamente la temperatura de los hielos del Polo Norte. Separa la textura de los átomos con avidez. Ensaya extender su tacto hasta las profundidades del agua congelada. Presiente que ha encontrado lo que busca. A pesar de llevar varios minutos en esa posición, los segundos avanzan en cámara lenta. De pronto, en lo más negro de los pentanos árticos, reconoce su hallazgo.
—Justo en el sitio adecuado.
Se incorpora. Sí, ahora es seguro sacar conjeturas. Más de dos metros de altura y una corpulencia dinosáurica. Camina lentamente por la vereda. El agua ha vuelto a mecerse como si un viento sedoso acariciara la superficie. La niebla se disipa, se abre. La cabeza de la aparición se diluye como pintura en aguarrás. Aunque si los testigos, que no hay, voltearan al cielo gris podrían verlo emprender el vuelo como un meteoro invertido.
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