Se cuenta que su hijo, Childerulo, avergonzado por el fascismo del padre, decidió escapar junto con sus vasallos a las profundidades del universo. Desea encontrar el vórtice que le permita viajar por el tiempo y evitar así que ocurra el enloquecido afán del rey godo. Muñoz sabía bien la leyenda, pero no la creía. Al fin y al cabo, el maquiavélico Childeruco IV no estaba tan chalado. Había cedido la luna a un grupo de artistas, una nueva cuna del arte, solía decir.
No podía ser tan bueno. Los escépticos hablaban de que Childeruco había utilizado el lado oscuro para producir armamento atómico, cibernético y robótico. En las tenebrosas mazmorras, se aducía, científicos dementes llevaban a cabo experimentos genéticos para concebir al lector total, perfecto. Un ser diabólico, si existiera, apuntaba Muñoz, como si fuera experto en teoría literaria. Lo único cierto es que Conan Doyle, el Sir, trabajaba desde tiempo en la corte de Childeruco. ¿Su trabajo? Cazador de reliquias. O espía, si se piensa mal. No le interesa.
—Los vasos en sí son comunes. Pero mira bien éste, amigo —le puso frente a sus ojos la foto ampliada del ánfora de Dypilon.
—¿Qué tiene de especial, Doyle? A mí me parece igual que todos los de la época. Pero sin espirales.
—Y así es. ¿Te has puesto a pensar que la espiral de Arquímedes se parece bastante al yin yang?
Muñoz miraba al vacío, pero sostenía una taza de café. La luz lunar que entraba por el tragaluz le daba un aspecto espectral a su máscara, debajo de su sombrero de detective.
—Doyle, le das vueltas a las cosas. Se le llama espiral evolutiva-involutiva. Se sabe que algunas culturas se servían de ella incluso para marcar el calendario. El sol y la luna se persiguen en espiral. Pero ¿a qué tanto? Bien pudiste leerlo en cualquier tomo apolillado, pero hacerme venir hasta acá por eso, suena descabellado.
—Toda la energía permanece en movimiento, faltó añadir. Cosa esotérica, supongo.
—¿Por eso te fuiste a África, amigo? Vaya que te apasiona ese campo. Pero ya dime, ¿qué tengo que ver con esto?
—Mi benefactor, un hombre importante y cercano a Childeruco IV, me pidió que investigara el asunto y pensé en ti para que me ayudaras.
—¿Benefactor? —dijo Muñoz, molesto.
—Es alguien poderoso, amigo. Un científico. Sí, amigo. Cortaron con láser la entrada del Museo. Se trata de algo grande. Aunque no tengo idea qué tiene que ver con esto una vasija antigua.
Sacó un cigarrillo, lo encendió pensando en todo el fárrago de información. Sabía que había más. Vasijas, espirales y yin yang, experimentos en la Luna… mucho asunto para un rutinario robo de arte. Preguntó:
—¿Algo qué ver con el lector total?
—Puede ser. Nos entrevistaremos con Matsui en la Luna. ¿La recuerdas? Supongo que sí —esbozó una risa sarcástica.
Los acordes, la música de aquel prodigio recorrió cada sinapsis de sus neuronas reorganizándose. En pocos segundos ya imaginaba aquel rostro blanco, aquellos cabellos azulados, sobre sus hombros de marfil. No es humana, muchos pensaban. Él también. Mariposear en el fondo del estómago vacío.
—Encargada mítica del satélite. ¿Cómo no saberlo? Ha renunciado a la música desde hace tiempo, aunque me niego a creerlo. En su mente ha de conspirar su arte.
Matsui, después de su carrera meteórica, había alcanzado tal fama que a los veinte años fue nombrada embajadora en la Luna, como una verdadera reina rigiendo sobre su propio planeta. A partir de ahí, renunció a todo proyecto musical para enfocarse a construir, a imagen y semejanza de la Grecia clásica, una nueva tierra donde el arte fuera el único credo. Doyle miraba con seriedad solemne a su amigo. Se puso la pipa entre sus labios polvosos. Con algo de ininteligible, dijo:
—Aunque… yo también tengo una… —deslizó un naipe maltrecho, con la misma imagen de la baraja de Muñoz.
—La luna… ¿Quién te la dio?
—La encontré donde debía estar la vasija de Dypilon.
El detective enmascarado dejó ir la mirada hacia la luz que se filtraba, casi involuntariamente. Era necesario ir a ver a Matsui, quizás tenía algo qué ver con toda esa maraña. Habría que empezar a tirar de la madeja, como se hala el extremo de una bola de estambre. Doyle descansaba la barbilla entre sus dos manos entrelazadas, como meditado sobre un asunto mortal. Entonces abrió la boca oculta detrás de sus dedos enredados:
—Muñoz. Puede que no salgamos con vida.
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