11. Man on the moon


La figura del anciano está rodeada por esbirros metálicos. Los robots lo resguardan bajo una poderosa formación militar. El sitio está infestado por aquel ejército en guardia perpetua. El viejo, que oculta su rostro bajo una deteriorada túnica de fraile, hace añicos la carta de la luna entre sus dedos mecánicos. Doyle se estremece ante aquella evidencia. Por años se ha especulado que el ex asesor científico de Childeruco, el místico Roger Bacon, ha permanecido como máximo líder del movimiento de las máquinas. Para nadie es secreto que había sido él quien impulsó las necesarias tretas políticas para hacer posible la instalación de aquellos laboratorios clandestinos en el lado oscuro de la luna, ni tampoco que Bacon había inventado al primer robot capaz de inteligencia artificial. Lo que impresiona a Doyle es que aquel viejo loco haya llevado hasta sus últimas consecuencias sus ambiciones experimentales, al grado de amputarse el brazo y conectarse a una extensión artificial. El ambiente no estaba nada bien… se percata del alarido bélico que las máquinas lanzan al reconocer que su amo ha apretado la baraja.

—Esto se pone feo, será mejor irnos, Sir…

Habían llegado casi obligadamente. La intención era regresar a la Tierra, pero la escolta de Matsui los forzó a ir hasta los dominios de los robots. La nave casi es derribada, cuando dos comandos voladores los persiguieron y les hizo varios disparos de intimidación. Cuando aterrizaron, fueron separados de su vehículo y sus armas y fueron pasados hacia la sala de recibimiento, donde Bacon ya los esperaba rodeado de su escolta personal, que parecía más bien un regimiento entero. Doyle se presentó en nombre del Emperador y le explicó que venían a investigar sobre la desaparición del Dypilon. Le mostró la carta del tarot que había encontrado en la escena del crimen. Una máquina lo llevó hasta el inmenso trono donde se encontraba el anciano. El silencio fue espaciado.

—¿Se burlan de mí? ¿Vienen hasta acá con la intención de averiguar sobre un hurto y la única prueba es una ridícula carta? ¿Qué no saben con quien están hablando? —gritó con voz de sintetizador.

—Señor, nuestra última intención es molestarlo, pero necesitamos alguna pista o sugerencia de su parte. No lo estamos acusando, sabemos su posición respecto a nosotros, pero debe saber que una máquina de usted pudo haber entrado rompiendo las paredes del museo. Tal vez fue una falla de alguna de sus autómatas o estamos equivocados, pero como en toda investigación debemos descartar posibilidades…

—Suficiente… —interrumpe—. Considero que sus hipótesis son una grave ofensa contra mis súbditos y contra mi investidura.

Comienza a escucharse un zumbido, como de armas láser.

—Señor, pedimos permiso para retirarnos…

—¿Permiso? —responde mientras se pone de pie y se carcajea.

Su rostro permanece oculto debajo de aquella espantosa túnica antigua. Tal vez Doyle no sabía, o tal vez por eso lo hizo, pero a Bacon se le responsabilizó de la expansión y malos usos de la alquimia por el mundo mientras estaba a cargo de su puesto de asesor científico. Después de la rebelión de las máquinas, las artes esotéricas fueron prohibidas por todo el Planeta, por lo que la referencia oscurantista de la carta del tarot le había irritado visiblemente. Bacon había enloquecido y despreciado a los humanos por su intolerancia hacia otras formas del saber. Aunque se había alejado del círculo de la alquimia, su empatía por la ciencia lo habían cegado y llevado a un grado esotérico todo su sistema robótico. Su brazo metálico delataba su desquiciamiento.

—Toda esta faramalla me parece soberbia de su Emperador incompetente. ¿Qué pensaría si le devuelvo el gesto y se entera que sus dos agentes han desaparecido de la faz del universo? No sé cuál sería el efecto, pero sin duda sería hilarante.

Acaba la sentencia, las alarmas en rojo retumban en el salón y al parecer más allá de las murallas de aquella fortaleza de mazmorras y calabozos. Los robots se dispersan por los pasillos y evacúan el área con gran sincronización. Bacon alcanza a dar la orden a un par de ellos para que traslade a Doyle y Muñoz a un calabozo mientras se ocupa de la contingencia.

—Es la máxima alerta, mi querido Muñoz… Sólo puede tratase de un ataque a sus bases, pero, ¿quién sería tan estúpido?

—No más que nosotros, Doyle, no más.


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