13. El Ángel de las Arenas Rojas


Lo vería más adelante, al captor. Sí, apenas intuía que algo no andaba bien en los desiertos de la magnánima Alejandría. Esa noche Euclides volvía su rostro conforme avanzaba entre la negra arena de la noche. Parecía que alguien más habitaba en aquellos remolinos persistentes. No importaba si apuraba el paso, daba la sensación de que el viento, incesante y cada vez más agresivo, lo anclara a un punto para que no llegara a su destino. La angustia, rara en él, era un indicio de que nada bueno podría pasar. ¿Y si fueron los sabios, aquellos desconfiados que ya comenzaban a hablar en su contra? ¿Si ellos, acaso, con su magia egipcia invocaron al demonio de las arenas para levantar sus murallas e impedir que llegara a donde tenía que llegar?

Increíble. Euclides se cubría la boca con una mano y volvía el rostro, entrecerrando los ojos. Cuando hubo avanzado por un tiempo indefinido hasta donde su intuición lo guiaba, pudo reconocer entre las ráfagas el cuerpo enorme de su discípulo, en posición de flor de loto. A los pocos metros tuvo la certeza de que era él. No acababa de llegar al sitio cuando el alumno ya había tomado la palabra:

—Maestro, usted me ha guiado desde hace mucho tiempo, me ha brindado la calma y la paz que tanto he buscado desde que he venido a los hombres, pero temo que mi estancia entre las arenas de Alejandría ha terminado…

—Mi discípulo, ¿ya te sientes preparado para ir a buscar las palabras del hombre?

—Maestro, sé que la naturaleza a veces confunde el mal con el bien y que es más confiable una línea recta que un acto, pero esta noche he tenido una desagradable visita, o ya no sé si fue visión.

Euclides permanecía de pie, con la mano en la frente de manera que le cubriera los ojos. Su discípulo seguía en plan de meditación.

—Cuéntame, mi discípulo, ¿qué te tiene tan consternado?

—Maestro, heme aquí postrado ante su poder y su inteligencia… asustado aún de la experiencia que esta noche ha guardado para mí… vi, maestro, venir de entre las arenas a un cuerpo contrahecho. De primera vista, asumí que la efigie era suya, pero conforme se aproximaba, noté que la criatura portaba dos poderosas alas en su espalda.

—Sería un sueño, discípulo, y los sueños no llevan a nada de provecho.

—Pensé que era sueño, pero ahora lo dudo. Era un hombre, Maestro, inmenso, como un cíclope, pero más amenazador y tétrico. Traía consigo una ánfora, Maestro, repleta de adornos geométricos.

El silencio estaba lleno de los golpes que la arena hacía al chocar con la corpulencia broncínea del alumno. Después de la honda pausa, retomó:

—Yo estaba en la misma posición en la que me ha encontrado, Maestro, cuando él vino hacia mí y me miró fijamente. Luego me mostró la ánfora y la hizo levitar entre sus dos manos extendidas, como un embaucador. La tomó de un extremo, con sus dedos enormes. Logré ver que tenía unas especies de garras. Su cuerpo era negro, y su vestimenta extraña. Una especie de manto que cubría su parte baja, desnudo de piernas y torso. Y esos ojos, Maestro, como de toro.

Euclides no se movía, escuchaba y analizaba cada palabra de su discípulo.

—En la otra mano traía arena roja. La vertía grano a grano en el interior de la ánfora. Mientras me decía que mi tiempo había llegado, que pronto caería como arenisca en las sombras olvidadas del cosmos. Masculló algunas frases en lengua incomprensible. No dije nada. Me advirtió sobre el mal de los hombres, de que tenía que hacerlos padecer. Que habría una historia sanguinaria y sin redención en todas partes si no los exterminaba a todos. Me advirtió que regresaría por mí, y que me encerraría en la ánfora si no había comenzado con la tarea que me había anunciado. Luego, voló hacia los cielos.

Euclides no creía ni una sola palabra. Tuvo que tomar un poco de aire y lanzar un suspiro de desaliento. Después pronunció:

—Los hombres, como los números, son lo que son. Querido discípulo, has de pensar que tu destino te ha hablado, y que si huyes de él lo evitarás. Las cosas están dispuestas para que pasen, no para que se abstraigan de formar parte del mismo todo. Nunca evadas las cosas que te buscan. Si te vas, estaré tranquilo que harás lo que te estoy diciendo y que irás al encuentro con lo definitivo. De otro modo, estaría decepcionado.

Esta vez su discípulo se incorporó. Un rechinido y un zumbido acompañaron el movimiento. La enorme figura recortada en contra de la noche y la arena sobrepasaba a la de su maestro. El discípulo dijo:

—Voy a buscarlo, Maestro, aunque mis dudas en contra de los hombres me vuelvan a carcomer. Espero que algún día podamos reunirnos en este desierto, querido Euclides.

Hubo un pequeño ruido de motor suave. Un remolino que partía de debajo de los pies del discípulo, que elevó las arenas negras de la noche en forma de columna, hasta tocar la misma luna. Así le pareció a Euclides, una ventisca eterna. El ruido cesó y adentro del remolino ya no había nadie.


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